Telar10 (2012) ISSN 1668-3633 l “¿Qué no sé de la muerte?”.: 113-128 “¿Que no sé de la muerte?” Lo tanático en los Sonetos de la muerte de Gabriela Mistral RESUMEN: gran parte de las investigaciones acerca de los Sonetos de la muerte de Gabriela Mistral consideran solo la trilogía por la cual fue galar- donada en 1914, descuidando otros diez poemas que también conforman dicha serie. El presente ensayo intenta lograr una visión global en los trece sonetos de lo tanático, mostrando que ello se configura de manera multívoca, contradictoria y representativa, por tanto, de la imposibilidad de suturar la herida que deja la muerte del amado en quien lo sobrevive. Palabras clave: Mistral - Sonetos de la muerte - muerte - duelo. ABSTRACT: most of the research on the Sonetos de la Muerte (‘Sonnets of Death’) by Gabriela Mistral focuses just on the trilogy for which she was laureated in 1914, failing to consider the ten other poems that also take part in the series. This essay tries to reach a global appreciation of the thanatic in the thirteen sonnets, showing that this is configurated in a way multivocal, contradictory and, therefore, representative of the impossibility to heal the injure that the beloved's death leaves in whom survives him/ her. Keywords: Mistral - Sonetos de la Muerte - death - mourning.
Si leemos la carta que Pablo Neruda remitió a Delia del Corral el 20 de
septiembre de 1954, la que Abraham Quezada titula “Gabriela Mistral escribió
en 1914…”, entonces, nos veremos fuertemente inclinados a considerar los Sonetosde la Muerte de Gabriela Mistral como un evento poético al que, dada su impor-
tancia, cuesta encontrarle otro que le haga el peso: Neruda, quien reconoce que
la magnitud de estos poemas no ha sido superada en español, de hecho, tendrá
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que cruzar océanos y retroceder siglos hasta dar con Quevedo para “ver, tocar y
sentir un lenguaje poético de tales dimensiones y dureza” (2009: 176). En virtud
de la ponderación que los Sonetos reciben a juicio del vate parralino, ellos
irrumpirían en la poesía de habla hispana tal como lo hizo en el mundo de la
Física el descubrimiento de Marie Curie de que la radiactividad era una propie-
La cuestión de si Neruda exagera sobre la importancia que alcanzan los
Sonetos de la muerte en la lírica de habla hispana es algo que no sabemos ni impor-
ta esclarecer aquí porque la línea interpretativa que seguiremos apunta en otra
dirección. Solo podemos tener presente que, para Pablo Neruda, los tres poemas
en cuestión son hechos poéticos de gran envergadura.
Donde existen más certezas es con respecto a la importancia que los poemas
tienen en la vida literaria de Mistral: ellos marcan, como Rosalía Aller (1999)
señala, el verdadero nacimiento poético de la escritora: por sus Sonetos de la muer-te, fue galardonada en 1914 en los Juegos Florales de Santiago. Sabemos tam-
bién que en estos poemas se halla lo que Aller llama “venas poéticas” de la
creación mistraliana, a saber, el amor, la muerte y el dolor, la religiosidad de
inspiración bíblica, la maternidad y la infancia, y la naturaleza. Una opinión
similar a la de la investigadora es la de Von dem Bussche (1957), quien opina que
la creación poética mistraliana, desde sus orígenes, deja ver ciertos rasgos que se
mantendrán absolutos y constantes. Se trataría de una poesía tendiente siempre
a la totalidad y cuya chispa corresponde a ciertas experiencias básicas que la
provocan, a saber, el sentimiento del amor, la significación del mundo y sus ele-
mentos y, lo que es más importante para este ensayo, el sentimiento de la muerte.
Tenemos, pues, tres buenas razones para interesarnos en los Sonetos de lamuerte: la condición de evento poético de gran envergadura que les confiere
Neruda, la importancia que tienen en la vida poética de Mistral y la posibilidad
de observar en un cuerpo textual compacto las grandes temáticas mistralianas.
Sin embargo, ellas no nos motivan tanto a pronunciarnos en esta ocasión sobre
los Sonetos como el hecho de que, en realidad, la trilogía premiada forma parte
de un grupo de mucho mayor de poemas de misma índole.
Que no sean tres los Sonetos de la Muerte de Gabriela Mistral no debería ad-
mirar a nadie: En 1957, se divulgó una carta de 1915 en la que la poetisa misma
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manifestó su intención de lanzar un volumen de poemas del mismo talante en
una carta a Eugenio Labarca, en la que dice que “a mediados del presente año
publicaré un volumen de versos escolares… Después de ese mi primer libro ven-
drá otro con versos de otra índole, compañeros de los Sonetos de la muerte” (Mistral,
1957: 270). Mistral, no obstante, nunca llegó a concretar ese proyecto, sino que
dejó numerosas obras bajo el título de “Soneto de la muerte”, así como, tam-
bién, otras que, si bien no se titulan así, encajan sin problemas en dicha serie,
teniendo en consideración su forma y contenido poético. Actualmente, sabemos
gracias a Satoko Tamura (1998) y a la labor de otros investigadores que la prece-
den, que el número de poemas asciende a trece1, sin que ello niegue la posibili-
Es necesario decir en este punto al menos tres cosas que nos parecen signifi-
cativas: la primera es que la trilogía galardonada ha sido el centro de la atención
de la crítica, la que ha atraído el mayor número de críticos que buscan penetrar
en el sentido de los Sonetos. La segunda es que, frente a la compañía investigativa
de la que gozan los tres poemas más conocidos, los otros diez padecen de una
profunda soledad, sobre todo considerados como Sonetos de la muerte. La tercera
es que, como consecuencia de lo anterior, en la actualidad, no hemos podido
constatar la existencia de estudios que consideren la serie de trece poemas que
hasta ahora constituyen los Sonetos de la muerte, salvo, desde luego, la valiosa
investigación realizada por Tamura.
Como consecuencia de lo anterior, surge una pregunta atingente especial-
mente al primer punto consignado: ¿hasta qué punto son válidos los trabajos
realizados sobre los tres poemas galardonados en los Juegos Florales de 1914?
No porque no hayan considerado los otros diez sonetos se los puede descartar
por poco exhaustivos o un motivo semejante: ellos sí consideran los Sonetos de lamuerte (o lo que comúnmente se entiende por tal, consideración que deja fuera
los restantes); además, en ellos (en algunos más que en otros), se logra iluminar
de manera significativa aspectos importantes de las obras. Entonces, respecto a
la interrogante recién formulada, hay que responderla con un rotundo no: que se
1 La crítica japonesa aborda en su estudio solo doce sonetos, pero incluye en un apéndice eldécimo tercero.
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centren en los tres poemas más conocidos no atenta contra su validez. Caso
distinto se da si, en virtud de los dichos de la propia Mistral y de la investigación
de Tamura y de críticos previos se acepta que los Sonetos de la muerte son al menos
trece y no tres como comúnmente se cree. Desde ese punto de vista, que por
ningún motivo debería inducir a restarles importancia a los estudios que se cen-
tran solo en las tres obras más difundidas, debido a que las observaciones que en
ellos se vierten surgen del análisis de un corpus literario específico y no aspiran
a abarcar una totalidad que, seguramente, desconocían, desde aquella perspecti-
va, decíamos, parece ser que hay que llevar a cabo tres operaciones: primero, dar
cuenta de manera sucinta de ciertas investigaciones previas que nos parecen sig-
nificativas en el desentrañamiento del sentido de los poemas premiados en 1914,
para luego realizar nuestro propio análisis del contenido poético de los Sonetos dela muerte. Paralelo a esto, hay que sondear el alcance que las reflexiones en ellas
vertidas tienen en los demás poemas.
Comenzaremos la breve exposición con Von dem Bussche (1957). Siguien-
do a Federico Onís, quien sostiene que “el sentimiento cardinal” de la poesía de
Mistral es, en el fondo, “anhelo de religioso de eternidad” (1957: 103), Von dem
Bussche opina que la necesidad de absoluto que aguijonea a nuestra poetisa la
arroja a experimentar trágicamente el amor. De esta experiencia, pasa a un sen-
timiento religioso del mundo y el ser, alcanzando, finalmente, la liberación por
la muerte. Mistral, que anhela eternidad, la descubre en individuos mortales,
razón por la cual hará de la muerte el “destino” y, del morir, la condición de su
efectiva realización. El amor, prosigue Von dem Bussche, será para nuestra auto-
ra “su vida, su arma feroz ante la muerte, con la cual lucha por hacer una expe-
riencia que sea sagrada” (1957: 104). Sin embargo, cuando sufre la traición del
ser amado, Mistral se atreve a asumir completamente la más trágica experiencia
del amor sentido como religión: que la muerte le quite al ser amado. En otras
palabras, ella pedirá que el traidor muera, lo cual se aprecia en los siguientes
versos del tercer poema premiado en los Juegos Florales de Santiago: “Y yo le
dije al Señor: 'Por las sendas mortales / le llevan. ¡Sombra amada que no saben
guiar! / Arráncalo, Señor, a esas manos fatales / o le hundes en el largo sueño
Pero, cuando su deseo se hace realidad, entiende cuál ha sido el costo: per-
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der el alma. Entonces, ante lo imposible que resulta recuperar la presencia del
ser amado, hace suyo ficticiamente el cadáver, acción que a Von dem Bussche le
parece salvaje y casi demencial. El crítico funda su interpretación en los siguien-
tes versos del primer poema de la trilogía conocida: “te acostaré en la tierra soleada
con una / dulcedumbre de madre para el niño dormido; / y la tierra ha de hacer-
se suavidades de cuna, / para tocar tu cuerpo de niño dolorido”.
Von dem Bussche agrega que Mistral, cuando la muerte se ha cumplido, se
descubre a sí misma condenada a “vivir con el alma en la tumba” (1957: 106), en
donde es víctima de la venganza del muerto. Así, el gran pecado de nuestra
autora sería haber perdido la razón en su afán de trascendencia amenazada: ella,
“frenética en la avidez de una celosa posesión, ha preferido la victoria de una
rival distinta de todas: la muerte, para evitar el sacrilegio de la traición” (1957:
El otro estudio que consideraremos corresponde al de Rojas (1996), quien
postula que los Sonetos de la muerte deben leerse como el alegato del acusado que
ha cometido un “crimen” de amor y que trata de justificar tal acción. Este drama
judicial tiene por personajes los que conforman un triángulo amoroso: él, ella y
la otra, a los que se suma el jurado del drama: la sociedad, los otros y Dios. De
acuerdo a ese enfoque, Rojas cree que el penúltimo verso del tercer soneto más
conocido (“¿Que no sé del amor que no tuve piedad?”) presenta la acusación,
mientras que el último (“¡Tú, que vas a juzgarme, lo comprendes, Señor!”) insta-
la la corte judicial y el juez máximo que la preside. Agrega que las acciones en
general de los sonetos sirven para que el yo lírico establezca su defensa y se
justifique. La hablante habría decidido, según Rojas, no presentar los hechos de
modo cronológico porque una disposición así la habría obligado a tener que
hacer una confesión explícita del delito y mostrarse desde el inicio como una
criminal que debe lavar o justificar su falta. Así que, en lugar de organizar de esa
manera su discurso, la estrategia que utiliza consiste en que, sin hacer alusión
alguna al “crimen”, usa más de la mitad de su defensa para dar cuenta de accio-
nes que ocurrirán en un futuro y que, al interior de la estructura del alegato
implícito, afirman y garantizan su inmenso amor por el muerto, a la vez que
aseguran que esta historia de amor tiene un final feliz, con los amantes reunidos
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Rojas agrega a lo anterior que la extensa introducción le permite al yo lírico
que, al final de su discurso, pueda plantear las posibles acusaciones como pre-
guntas, junto con lo cual es capaz de liberarse de la obligación de responder a
dichas interrogantes. Sin los versos finales, el resto del discurso sería, en opinión
del autor considerado, el relato “velado, indirecto, tortuoso y siempre inmerso
en un tiempo futuro” (1996: 44) de acontecimientos pasados, de los cuales se
inferirá que ella es la responsable de la muerte del amado.
Rojas identifica la presencia de otros elementos que abogan en defensa de la
inocencia de la hablante: ciertas fuerzas que habrían podido tener injerencia en
la muerte del amado, a saber, una “señal de astros” y las “malas manos” de la
otra. Además, supone al respecto que lo que tiene de responsable la hablante no
se habría producido si las manos de la otra no hubiesen sido “malas” ni hubiesen
conducido al amado por “sendas mortales”. Esta interpretación se confirma en
el ruego a Dios: si él ha atendido la súplica de la hablante, hay que colegir que la
petición era justa, bien fundada y razonable. Rojas así lo cree: en el último sone-
to, el yo lírico nos dice de modo indirecto que lo que la movió a pedir la muerte
del amado fue, en última instancia, su infinita compasión por él, cuya alma bus-
caba salvar incluso a costa de la muerte de él.
Pasaremos a continuación al segundo momento de la metodología que anun-
ciamos que usaríamos para abordar los sonetos: analizar su contenido poético y,
cuando corresponda, discutir las ideas de los otros autores expuestas. Antes de
comenzar, es necesario aclarar que hemos utilizado las transcripciones de los
poemas hechas por Tamura, en la cual estos se titulan y referencian consideran-
do tres elementos: una “t”, que indica el nombre de la autora (Tamura), el núme-
ro del soneto señalado con un número romano y, cuando correspondiere, la va-
riante del mismo indicada con un número arábigo. Conviene tener presente, ade-
más, que los poemas que conforman la trilogía galardonada ocupan en la clasi-
ficación de la investigadora japonesa las posiciones tercera, cuarta y quinta (tIV,
Soneto tI: comporta al menos una diferencia significativa en relación a los
de la trilogía galardonada. En primer lugar, está la falta de diálogo con el muerto
amado, el “tú” de los sonetos más conocidos. Desde luego, este no se halla au-
sente en el poema, sino que aparece convertido en suicida (“hecho amor a un
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suicida por cuya mano suave”), lo cual no necesariamente contradice los otros
poemas ni lo que los autores consultados sostienen: si la interpretación de Rojas
y Von dem Bussche es acertada en tanto que el yo lírico es culpable en parte de la
muerte del ser amado al pedirle a Dios que intercediera, dicha intervención po-
dría haber asumido la forma del suicidio. Este repercute en la hablante de cuatro
maneras: en primer lugar, este hecho provoca la muerte de sus sueños (“Mis
manos campesinas arañaron la peña / para cavar una cruz donde mi sueño cabe”).
En segundo lugar, el mismo hecho genera la sangre que da vida, que alimenta
los delirios y lamentos que la hablante profiere producto de la muerte de su ama-
do (“sentí rodar la sangre rota que se despeña. / Sangre de mis delirios y de mi
voz que sueña / gritando por las noches como el vuelo de un ave”). En tercer
lugar, es posible interpretar, según dice el último verso de la segunda estrofa (“en
donde van los seres que la muerte desdeña”), que, tras la muerte del ser amado,
la vida se convierte en algo que la muerte desprecia. Esta última idea nos parece
sumamente significativa: en virtud de ella, la vida aparece como lo que queda de
la muerte, aquella como un “subconjunto” de esta. Finalmente, podemos leer
que la muerte es capaz de doblegar el espíritu curtido por las asperezas de la vida
campesina (“Mis manos de labriega domeñaron el frío (…) / Pero mi voz de
mujer lloró en el desafío / bestial e impenitente que le lanzó la muerte”).
Se dijo recién que el suicidio del amado no entraba en contradicción necesa-
ria con los sonetos que conforman la trilogía conocida; sin embargo, es altamen-
te posible que, en realidad, estemos ante “otro” amado. Esto porque la interven-
ción de una tercera no parece participar en su muerte, razón por la cual no en-
contramos en este poema signos de satisfacción por una venganza consumada
ni tampoco de esperanza: antes bien, lo que la muerte produce es locura, gritos
de dolor y abatimiento de un espíritu que se creía fuerte. De hecho, podría decir-
se que ni siquiera se trata de la misma muerte, lo cual afirmamos no por el suici-
dio, algo obvio, sino porque ella aparece en su cara de brutal golpe que interrum-
pe de manera abrupta la vida. Dan cuenta de ello la “sangre rota”, el “desafío
bestial” y la “carne herida” que se asocian a la muerte del amado. Ante la muer-
te que canta el poema, el yo lírico, a diferencia de lo que ocurre en los otros
sonetos vistos, lo único que puede hacer es dolerse hasta al llanto.
Soneto tII-1: Al igual que el anterior, se diferencia de los de la trilogía por
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carecer del diálogo con el amado muerto, el cual, en caso de que el que aparece
en el soneto tI sea efectivamente uno distinto al que encontramos en los otros
tres poemas, podría relacionarse con cualquiera de las dos posibilidades. Si se da
la primera situación, el segundo verso del poema tI (“para cavar una cruz donde
mi sueño cabe”) se puede interpretar de la siguiente manera: la razón por la cual
la hablante debe enterrar su sueño amoroso es que la muerte ha anulado para
siempre cualquier relación posible, puesto que la hablante jamás fue su pareja de
manera real (“Canción con la que arrullo un muerto que fue ajeno / en toda
realidad, i en todo ensueño mío, / que gustó de otra boca, descansó en otro
seno”). En caso de ser acertada la segunda posibilidad, es decir, que el muerto de
este poema corresponda al de los sonetos de la trilogía conocida, aparece un
dato interesante que, por no ser necesario, había pasado inadvertido: hay una
amante y un amado; pero no una amada y, si la hay, esta no es la hablante.
Pese a la diferencia que comparte este soneto con el anterior frente a los de la
trilogía, se relaciona más con estos que con aquel: en primer lugar, hay también
manifestación de dulzura maternal para con el muerto (“Canción con la que
arrullo…”). En segundo lugar, la desesperación producida por la muerte del ser
amado parece haber cedido ante el hallazgo de un consuelo, consistente en ser
“un jaramago sobre su sepultura”. Esta metáfora remite a la tarea de embellecer
la muerte del ser querido mediante el canto que la hace menos terrible. En tercer
lugar, relacionado de manera íntima con la anterior correspondencia, se anticipa
una compensación por la muerte del amado: aunque en vida gozó de otras mu-
jeres y no de ella, una vez muerto, el hombre ahora es suyo solamente, cosa que
queda en evidencia en la cuarta estrofa (“pero que en esta hora definitiva i larga
/ sólo es del labio humilde, del jaramago pío / que le hace el dormir dulce sobre
Algo interesante de este poema consiste en que la tarea desempeñada ha
sido escogida libremente (“Yo elegí entre los otros, soberbios i gloriosos, / este
destino, aqueste oficio de ternura”), lo cual impide extender a este poema la
consideraciones de Von dem Bussche relativas a la condena u obligación que los
muertos les imponen a los vivos: si bien son altamente esclarecedoras en rela-
ción a los sonetos más conocidos, lo cierto es que esa interpretación no da cuen-
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ta de manera cabal de la muerte mistraliana.
Soneto tVI-1: Lo primero que llama la atención es que en este poema vuelve
a acontecer el diálogo con el amado muerto. En dicha conversación, la hablante
imagina la situación hipotética de que hubiera estado presente cuando ocurrió la
muerte de su interlocutor, si hubieran sido sus brazos los que sostenían al hom-
bre y no los de la otra. De haber ocurrido, la yo lírica se habría sacrificado para
mantener vivo a su amor, recibiendo en su lugar la herida proferida por la muer-
te (“Te hubiera defendido cual la loba al lobato / de la gran siniestra que te
alargó la vida, / poniendo entre tú y ella, con místico arrebato / mi cuerpo teme-
rario, gozoso de la herida”). Esto, desde luego, merece al menos una observa-
ción: hay una contradicción evidente respecto a lo que se podía interpretar en los
sonetos de la trilogía conocida, puesto que, si en ellos la muerte del ser querido
es algo deseado para salvarlo, aquí, por el contrario, la muerte desempeña una
función completamente negativa y de la que la mujer habría deseado salvar a su
Por otra parte, la hablante vuelve en su expresión al soneto tI, en el que,
según vimos, se manifestaba una profunda desesperación y falta de consuelo. En
el soneto tVI-1, la felicidad habría dimanado únicamente de la salvación del
amado de la muerte, algo que no se había dicho en los sonetos anteriores. Como
esto no ocurrió, el yo lírico es incapaz de aplacar su ira, según se puede interpre-
tar en las expresiones “zarpadas” y “encendidas”. Pero es importante ahora pre-
guntarse qué es lo que ocasiona la rabia de la mujer: no es la muerte misma del
amado ni el hecho de que este haya gozado de otra mujer. Pese a que está íntima-
mente relacionado con estos dos elementos, lo que parece suscitar la indigna-
ción de la hablante es que, cuando la muerte ocurrió era la otra, una mujer inca-
paz de salvar al hombre de la muerte, y no ella, dispuesta a inmolarse por su
amor, la que yacía en los brazos de él, lo cual se aprecia en la tercera estrofa:
“Pero la ebria fue a hallarte aquel día, confiado / quela de brazos suaves i víscera
aleve / Que le puso dormido en sus fauces ardidas”.
Otra observación digna de tomarse en cuenta es la relación entre la muerte y
la otra: si en los sonetos de la trilogía conocida hay una relación muy cercana en
tanto que ella es en gran parte la causa de la muerte del amado, aquí esa relación
no existe: el amado no muere por culpa de la otra, sino porque, según ya se dijo,
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ella fue incapaz de hacer algo para salvarlo. Sin embargo, es posible proponer
una relación de complicidad entre la otra y la muerte, según se lee en el último
Soneto tVII-2: En él, se repite el diálogo entre la hablante y el amado muer-
to. Se manifiestan, como Tamura señala, los celos de la hablante ante la sensua-
lidad de su rival. Lo importante es que aquí se entregan importantes anteceden-
tes que permiten completar la imagen esbozada de “la otra” en los sonetos ante-
riores: se trata de una femme fatale, una mujer en la que convive lo siniestro junto
con la lascivia, una sensualidad mortal que terminará por perder al hombre que
la hablante ama (“malditos esos labios untados de impudicia, / Siniestramente
finos, como aceros de oriente, / que aprendieron un modo de sangrar con deli-
cia, / sabios en ciencia negra del cuervo y la serpiente”). Esta condición maligna
de la otra permite comprender mejor el ruego de la hablante en los sonetos de la
trilogía conocida, a la vez que hacen más comprensible que Dios haya intercedi-
do a su favor. La condición siniestra de la otra mujer explica por qué es objeto de
las maldiciones de la hablante, las cuales se fundamentan, también, en que aque-
lla, aunque gozó del hombre, se mostró impertérrita ante su muerte. De hecho,
en ella, según se puede leer en la tercera estrofa (“Malditas esas manos que todo
desgajaron / Las que rompieron lirios y a su dueño vendieron; / ¡ningún río las
lave de sus marcas sangrientas!”) y se interpretó en el poema anterior, la otra
Soneto tVIII-2: Quizá sea este el más difícil de abordar de los trece que hasta
ahora se conocen, puesto que las condiciones en que se conserva dificultan su
lectura. Como explica Tamura, no se trata de una versión pasada a limpio y, si la
hubo, aún no ha sido hallada. Pese a las dificultades, es posible reconocer en este
soneto la confirmación de las ideas de Von dem Bussche relativas al carácter
religioso del amor mistraliano: en efecto, vemos cómo la hablante vivía consa-
grada a su amor como los monjes adoran a Dios (“Vivía por ti como (.)/ viven
los monjes / por el Dios de los cielos al que no vemos nunca”). Sin embargo, la
muerte del amado deja al descubierto que adoraba un ser perecedero, con un
cuerpo frágil y vulnerado por la muerte.
Soneto tIX-2: Este parece estar estrechamente vinculado con tII. El lector
recordará que, en él, la hablante expresaba que libremente había escogido la
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tarea de hacer más llevadera la muerte de su amado mediante su canto. En este
soneto, parecen darse los motivos que la han llevado a asumir esa labor: por una
parte, la ternura que le inspira la insignificancia que presentan los restos de su
amado muerto; por otra, ella desea salvar a su amor del olvido en que los muer-
tos son depositados por los hombres, según se aprecia en la última estrofa del
poema (“porque tras de negarlo ya lo olvidaron esos / i solo mi ternura le custo-
dia sus huesos / lo único que le queda no se lo he de robar”).
El final del soneto es interesante: en tIII –el primer soneto de la trilogía co-
nocida–, la hablante describe su deseo futuro de sacar el cadáver de su amado de
la tumba y esparcir los restos en una suerte de ritual (“Del nicho helado en que
los hombres te pusieron / te bajaré a la tierra humilde y soleada (…) / Luego iré
espolvoreando tierra y polvo de rosas”); pues bien, en este soneto, parece arre-
pentirse de querer hacer aquello con los despojos de su hombre, puesto que eso
es lo único que le queda. Lo que en tIII era un acto de amor, según interpreta
seguramente de manera acertada Rojas, aquí, por el contrario, es un robo, un
daño. Esa consideración para con el muerto es altamente significativa si conside-
ramos que este poema carece del diálogo en el más allá, el cual supone la tras-
cendencia de algo que permite pensar que, con la muerte, no es el cadáver lo
único que queda. Dicho de otro modo: debe existir correspondencia entre que,
por una parte, crea que los restos que el tiempo ha dejado del cadáver son lo
único que sobrevive y que, por otra, la conversación con el muerto, la aparición
del amado ocurra no como objeto sino como “tú”.
Soneto tX-2: En este poema, la hablante interroga a su amado muerto sobre
su paradero, evidenciando un sentimiento de abandono y desesperación por una
ausencia que se le hace eterna (“A dónde fuiste, a dónde que ni la albada ni faro
/ Te trajo i en la espera ya nievan mis cabellos”). Contra la seguridad que tiene
del fallecimiento del ser amado en los poemas anteriores, aquí, de ella no posee
más que una fatal sospecha, sustentada en los hallazgos que descubre en su bús-
queda. El yo lírico no alcanza a tener la certeza de que su amado ha fallecido,
como se lee en la primera estrofa (“¿En dónde están sus ojos i que mana en sus
sienes? / ¡Y cómo una respuesta a mi alarido viene / Tan sólo una fragancia de
Estamos ante una nueva relación con el hombre: si la muerte no significa el
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fin de las pasiones y los muertos pueden seguir actuando en la vida de los vivos,
elementos los dos que constatamos en este soneto, la hablante bien podría estar
evidenciando la duda sobre la muerte de su amor, por quien sigue sintiendo
Soneto tXI- 4: Consideraremos este poema con Tamura como parte de la
serie de los Sonetos de la muerte, a pesar de que, como ella señala, en 1922, en
Desolación, Gabriela Mistral lo titula La condena y lo separa de los demás sonetos,
haciendo de él una obra independiente. En este texto, como señala Munnich
(2005) se diferencia radicalmente entre el amor rojo y el azul. Mientras que el
primero es peligroso, carnal, ligado al desorden, a la muerte y a la locura, el
segundo, simbolizado a través de la “fuente de turquesa pálida” es espiritual,
La hablante parece sentir amor por otro que no es el muerto; pero es incapaz
de dejarse llevar por tales emociones porque está condenada a corresponder al
muerto, so pena de que este se levante de su tumba (“¡Oh, fuente! El fresco labio
cierra, / que, si bebiera, se alzaría/ aquel que está caído en tierra…”).
En este poema, la libertad con la que la hablante se había entregado al embe-
llecimiento de la muerte de su amado mediante el canto se ha perdido: la yo
lírico está condenada a servir al muerto y su arrullo maternal, entonces, no bus-
ca tanto hacerle más llevadera la muerte como mantenerlo dormido para que no
la atormente. De este modo, la imagen del amado muerto ha cambiado: no es ya
el puñado de polvo que inspira ternura, sino una potencia terrible, un ravenant
capaz de atormentar a los vivos. También, hay un cambio en el motivo por el
cual la hablante se encamina hacia la muerte: no se trata ya del cansancio de la
vida ni del deseo de yacer junto al cadáver que encontráramos en poemas ante-
riores (“Este largo cansancio se hará mayor un día / y el alma dirá al cuerpo que
no quiere seguir”), sino del llamado que el propio muerto obliga a obedecer (“el
muerto manda caminar / hacia su tálamo de huesos”).
Soneto tXII-4: En este soneto aparece también la idea de que los vivos qui-
sieran poder liberarse del peso de los muertos; pero estos, a veces, se despiertan y
enturbian su alegría por celos o envidia (“Los muertos llaman: los que allí pusi-
mos / con los brazos en cruz y labio frío, / suelen desperezarse; los quisimos, /
nos ven vivir; ¡y les parece Impío!”). El yo lírico no es ajena a esta suerte de
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maldición: ella también quisiera gozar de la alegría de la vida, ahogando con
risas el llamado de su amado muerto (y, como vimos en el soneto anterior, entre-
gándose a un nuevo amor), pero lo único que consigue es que el grito tenebroso
de la muerte colme su vida (“Cierro el oído para no escucharlo; / quiero con
carcajadas ahogarlo / ¡y el clamor crece hasta llenar la vida!”). Yo no sé cuáles manos: Se ha dejado este poema para el final porque Tamura,
en un comienzo, lo había considerado como un texto que, aunque podría consi-
derarse como un Soneto de la muerte, desistió de hacerlo ante la falta de pruebas
suficientes; pero, en 1997, le fue permitido examinar personalmente todos los
documentos relacionados con Gabriela Mistral que se conservan en el Archivo
de los Escritores de la Biblioteca Nacional de Chile y descubrió que este soneto
lleva como subtítulo De los Sonetos de la muerte. No obstante, no lo incluyó como
uno perteneciente a la serie por razones de tiempo ni especificó a qué soneto
corresponde exactamente de acuerdo a su temática y cronología. Por otra parte,
este poema carece de la estructura propia del soneto, pese a lo cual lo considera-
mos igualmente aquí por el subtítulo que la propia Mistral le dio y la indicación
Según se observa en el poema, el yo lírico dialoga con el amado muerto y se
pregunta quién fue la persona que preparó el cadáver tanto física como espiri-
tualmente (“Yo no sé cuáles manos aquel día menguado / recogieron sin miedo,
con dulzura también, / las esparcidas láminas de tu cráneo trisado / los iris de
los ojos, la astilla de la sien”). Aunque ignora la identidad de esta persona piado-
sa, que habría sentido tristeza por la muerte del hombre, según podemos inter-
pretar a partir de los dos últimos versos del poema (“pedí por esas manos al que
las vio aquel día, por que antes que me muera, me las deje besar”), la hablante
desea poder besar sus manos antes de que muera. Este anhelo puede interpretarse
de dos maneras: por una parte, como un gesto de gratitud por haberse ocupado
del cadáver, cosa que parece altamente probable; pero, junto con ello, quizá de-
sea besarlas también porque estuvieron en contacto con el cuerpo de su amado,
cosa que, si recordamos el soneto tII, ella nunca pudo hacer.
En relación a los poemas anteriores, podemos apreciar que aquí el muerto
ha dejado de ser esa alma terrible que atormenta a los vivos para convertirse en
un ser desvalido comparable con un niño al que se hace dormir. Además, apare-
Diego Octavio Pérez Hernández l Telar10 (2012) ISSN 1668-3633
ce como un ser triste de haber muerto, característica que explica sentimientos de
ternura que han aparecido en algunos poemas para con él.
Finalizaremos este ensayo evidenciando que el tratamiento que reciben la
muerte y los elementos a ella vinculados en los Sonetos de la muerte dista mucho
de ser unívoco y coherente, razón por la cual la luz que los estudios sobre los
sonetos galardonados, si bien ilumina importantes zonas de sentido de la trilogía
conocida (luz que, aunque no se lo propusieron llega en ocasiones también a
otros de la serie), no alcanza a explicar plenamente la totalidad de poemas que
cabe considerar como Sonetos de la Muerte.
Aunque sea una perogrullada decirlo, el elemento constante es ante todo la
muerte misma, la cual, no obstante, no se mantiene idéntica a sí misma: aparece
como una fuerza salvaje que interrumpe de manera terrible la vida y que doblega
los espíritus más fuertes; pero, también, puede ser la forma que adquiere la salva-
ción del hombre cuando su vida se encamina hacia la perdición moral. Además,
fundándose en la esperanza de inmortalidad, aparece como una manera de go-
zar de manera definitiva y privativa del ser amado, quien, con ella, pasa a perte-
necer de manera exclusiva al deudo. Pero en ningún caso significa el final de las
pasiones: la hablante sigue amando a su hombre, el cual, en ocasiones, sigue
La pluralidad de perspectivas se manifiesta a través del hecho de que la muerte
es tanto salvación del amado como algo fatal de lo cual hay que rescatarlo y, si se
logra dar con una solución al problema que ella significa en algunos casos, en
otros poemas no es otra cosa sino el inicio de la problemática que aguijonea a la
hablante. Esto en ningún caso debe tomarse como una incapacidad de Mistral
por alcanzar soluciones: como señala Llano, “el problema de la muerte se en-
tiende mejor en la medida en que se entiende que es un verdadero problema”
Que el “ser-para-la-muerte” heideggeriano, como Sloterdijk (2009) señala,
significa no tanto la larga marcha del individuo hacia una última soledad, anti-
cipada con determinación pánica, sino ante todo la circunstancia de que todos
los individuos han de abandonar alguna vez el espacio en el que estuvieron alia-
dos, en fuerte conexión con otros, es algo que se confirma plenamente en los
poemas de Gabriela Mistral que hemos escogido. La muerte, que importa en
Telar10 (2012) ISSN 1668-3633 l “¿Qué no sé de la muerte?”.: 113-128
definitiva más a los supervivientes que a los difuntos, siempre tiene dos caras:
una que abandona un cuerpo helado y otra que muestra restos de esferas –esto
es, espacios comunes de vivencia y experiencia, dúplice porque exige siempre la
presencia de más de un individuo, y únicos a la vez–, algunos de los cuales son
abandonados como basura caída de antiguos espacios de animación.
Mistral, en los Sonetos de la muerte, serie de poemas que, considerada en su
–hasta ahora– totalidad, se rehúsa a ser tratada desde un solo enfoque, ha opera-
do con esos restos la transfiguración poética de un duelo, del proceso a través del
cual el yo lírico expresa su condición tras la muerte del ser amado, representan-
do la turbulencia emocional y la pluralidad de imágenes bajo las cuales la muer-
te puede aparecer. Ellos se erigen, frente a “la canción siempre renovada que los
hombres exprimen en sus bocas” de espaldas a la muerte, gracias a lo cual son
felices, como un canto invariable cuyas notas, la muerte, el amado muerto, el
cadáver, la otra, se repiten con variaciones. Hay en los Sonetos de la muerte del
canto que los antiguos griegos entonaran para salvar a sus máximos héroes del
olvido al que conlleva el abandono de este mundo y, al igual que en los poemas
homéricos, acontece el diálogo de los vivos con los muertos en el Hades, el cual
se ha convertido aquí en poesía, limes entre la vida y la muerte. En estos poemas
de Mistral se puede observar lo infructuoso de los intentos que buscan suturar la
herida que deja en el alma la partida del ser querido, y en ello creemos que radica
la grandeza de estos poemas a la luz de la muerte: en la capacidad excepcional
de construir estéticamente el espacio del duelo, del ser humano ante la muerte.
Sin duda, Gabriela Mistral sabía mucho sobre la muerte.
Diego Octavio Pérez Hernández l Telar10 (2012) ISSN 1668-3633 Bibliografía
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